Por Alberto Medina Méndez (1)
Hace tiempo que las democracias del mundo vienen transmitiendo una lógica peligrosa. Tal vez el problema no es la democracia en si misma, sino la forma de interpretarla en la que muchos insisten y que parece haberse desarrollado, a tal punto, de universalizarse.
Es que muchos siguen entendiendo que el que reúne más voluntades tiene razón. Y creen que cada elección, cada convocatoria electoral, supone una pulseada en la que quien obtiene mas votos no solo impone su criterio, sino que además se hace merecedor de cierta superioridad intelectual avalada por esos números.
Esta deformación del concepto democrático les ha hecho pensar a demasiados, que algunas cuestiones elementales están en juego en cada compulsa, y esto no debiera estar en discusión. Básicamente porque la democracia solo pretende constituirse en un engranaje, ni siquiera el óptimo siempre, que posibilita la resolución de conflictos a través de un mecanismo relativamente amigable.
No se puede perder de vista que cada votación, cada desafío electoral, es solo un recurso y no el fin en si mismo. Se trata solo de esa mecánica que posibilita que la decisión sea menos violenta sin dejar de serlo, porque en ese contexto siempre estarán los que acuerden y quienes no lo hagan. Por lo tanto un sector, por pequeño que sea, se verá obligado, sin mediar su voluntad, a obedecer las instrucciones impuestas por el resto.
En ese esquema, es siempre importante entender que esa votación, esa elección, es una fotografía instantánea, que solo refleja un momento, ese momento, una decisión circunstancial y una mirada coyuntural que solo se corresponde con ese preciso instante.
Es por eso, que ciertos derechos inalienables, no están sujetos a esa voluntad difusa que proponen ciertas reglas democráticas. La convivencia humana es un arte. Las normas que la rigen mucho más aun, al estar plagadas de subjetividad. Pero resulta imprescindible que ciertos valores no estén en revisión permanente, porque se pone en riesgo a la sociedad toda, haciéndola presa de los impulsos, de la espasmódica reacción que proponen las decisiones sin mesura, sin serenidad, empujadas por la pasión.
Ninguna decisión plagada de odio y rencor, o de amor instintivo, goza de la racionalidad que precisan las determinaciones importantes. Hay que recordarlo y repetirlo, la democracia es solo un medio y no un fin en si mismo. Sus formas suponen un acuerdo, más o menos, amistoso entre las partes, pero no por ello voluntario.
Solo se trata de acordar del mejor modo posible cuando ya no funcionó ningún otro método de dialogo y negociación. A veces, quienes hacen un culto de esta herramienta, caen en la trampa de su exacerbación, sublimación y endiosamiento. Idealizan en exceso el instrumento solo para simular lo políticamente correcto. Solo defienden esta institución democrática, en tanto y en cuanto, les sirve para imponer su voluntad por vías legales, de difícil cuestionamiento popular, bajo el paraguas de una supuesta legitimidad.
Pero habrá que entender que cada sociedad que se somete a una elección, que cada votación de los cuerpos deliberativos que tienen la responsabilidad de legislar, solo recurren a estos instrumentos como el, hasta hoy, mejor recurso disponible y no porque el hacerlo los convierta mágicamente en decisiones acertadas.
Muchas atrocidades ha sufrido el mundo de la mano de las mayorías circunstanciales. Genocidios, interrupciones institucionales, pérdida de libertades y casi todas las atrocidades imaginables, han provenido de mayorías, más o menos, explicitadas. Se han apropiado discrecionalmente, de la vida, la libertad y la propiedad de muchos, sin medias tintas, aduciendo siempre razones superiores que lo justificaban con creces.
Habrá que cuidarse de aquellos que hacen de la democracia un ABSOLUTO. Son solo déspotas oportunistas que no creen en las bondades de la humanidad, y mucho menos en la libertad de los individuos. Utilizan la democracia como el dispositivo que les permite sojuzgar a muchos, humillarlos hasta volverlos indignos y aplastarlos como enemigos.
Muchos de los acólitos y de los entornos fanatizados de esos líderes, proponen democratizar más a la sociedad, no porque crean en ella, sino porque la herramienta les viene como anillo al dedo, para seguir avanzando con prepotencia, bajo el cálido refugio de los números favorables, de las voluntades acumuladas.
En los próximos comicios electorales, no nos sigamos engañando. Solo definiremos quienes conducirán la administración del Estado, pero para nada vamos a dirimir quien tiene razón o no, quien acierta en sus decisiones o yerra el camino. Solo es un mecanismo, el mejor que ha encontrado hasta ahora la humanidad, para resolver sus conflictos, en un mundo que privilegia la armonía. No se trata de la panacea absoluta. Muchas veces se ha utilizado el sistema para subyugar a los que piensan diferente.
Habrá que seguir reflexionando sobre esta democracia, que bien entendida, debe velar, justamente por las minorías. Ayn Rand decía que la menor minoría es el individuo y que aquellos que niegan los derechos individuales no pueden llamarse defensores de las minorías. Los derechos individuales no están sujetos al voto público. Una mayoría no tiene derecho a votar la derogación de derechos de una minoría. La función política de los derechos es precisamente la de proteger a la minoría de la opresión de la mayoría.
Las libertades, el derecho a la vida y a la propiedad, parecen ser el blanco elegido de las democracias modernas para imponer las voluntades de algunos por sobre la de otros. En ese caso estamos en manos de los caprichos despóticos de una sociedad que supone equivocadamente que los más pueden obligar a los menos.
La garantía para evitar que esa lógica cuántica, no nos conduzca hacia las tiranías, prolongando liderazgos hasta el infinito, linchamientos ante hechos abominables que hagan del ojo por ojo la regla de la convivencia, o del despojo sistemático de los bienes una mecánica de rutina amparada en las necesidades ajenas, es justamente una democracia bien entendida, bien comprendida, con límites y contrapesos.
El antojo de las mayorías es solo un juego, muy peligroso, por el que se han cometido las más despreciables aberraciones de la historia humana. Ampararse en las mayorías y caer en la petulancia de explicitar reiterados gestos de soberbia, nos llevará por un camino que ya conocemos y del que no hemos obtenido las mejores experiencias.
Las sociedades, sobre todo las ocasionales mayorías, deben tener en claro el limite de su poder. Una inmensa cantidad de voluntades no otorga la razón. La jactancia de esas mayorías que pretenden arrogarse el monopolio de la verdad, constituye la amenaza más potente de las democracias contemporáneas.
(1) Alberto Medina Méndez
amedinamendez@gmail.com
Skype: amedinamendez
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