diciembre 02, 2017

La otra Argentina



Hace ya muchos años, tuve un enamoramiento adolescente y arrebatador con la Armada Argentina. Entré a la Armada demasiado joven, por una de sus muchas puertas, sin saber muy bien adónde entraba ni que esperar pues no hay en mi familia ningún miembro que sea o haya sido miembro de la fuerza. Solo tenía vocación de servicio, ilusión y miedo el día que con mi bolso en la mano y a una tiernísima edad me presenté al reclutamiento. Quizás huyendo de algún fantasma, quizás buscando un lugar en el mundo.  

Lo que siguió fue la triste historia de un desengaño amoroso, de un amor no correspondido del cual quizás nunca logre reponerme del todo. 

Mi ignorancia sobre lo que efectivamente comporta ser miembro de una fuerza armada y cierta dosis de idealización adolescente  resultaron ser fatales para una relación amorosa que, al cabo del primer año, dio muestras inequívocas de estar abocada la fracaso. Por supuesto que a dicho fracaso ayudó, quizás de manera decisiva, que todo esto ocurriera durante los gobiernos de mayores recortes a las fuerzas armadas de la historia lo que nos abocó, como pretendidos futuros marinos, entre otras cosas, a contentarnos con salir muy de vez en cuando a navegar en el Río Paraná en un barco ballenero a remos.

Lo cierto es que, pese a haber tomado conciencia más pronto que tarde de que no sería capaz de tapar todas las vías de agua que amenazaban con hundir mi unilateral relación amorosa, decidí continuar pese a conocer su inevitable final, solamente por no apagar ni oscurecer el brillo en los ojos de los míos cuando me veían con el uniforme puesto. 

Con los años, ya fuera de la Armada, comprendí que la vocación de servicio y la ilusión no alcanzaban. No eran, ni son suficientes. Casi tan importantes son la capacidad sufrimiento, de resignación, el temple, la disciplina en toda su dimensión y un largo etcétera. La vocación de servicio y la ilusión se presuponían en todos los que allí estábamos deseosos de dar lo mejor de nosotros y por tanto no era un valor en si mismo. Lo que para mi era un activo clave y único, resulta que también lo tenían todos los que allí estábamos dispuestos en larga fila, junto con otros de los que yo carecía.   

Sin embargo, mi paso por la Armada me enseñó y forjó mi carácter de forma que jamás hubiera soñado. Me mostró valores únicos en la práctica y bajo presión como la camaradería, la amistad, el trabajo en equipo, el compañerismo y un infinito etc.

Me permitió conocer infinidad de personas cuya vida estaba abocada al servicio de los demás. Miles de personas anónimas que se “embarcan”, ellos y sus familias en una carrera y en una profesión cuya contraprestación es completamente ajena a la dineraria y se circunscribe, única y exclusivamente, a la satisfacción por el sacrificio personal y normalmente también el familiar en pos de toda la comunidad. 

Gente que, cumpliendo órdenes, puso y pone su vida en peligro en tiempo de paz o de guerra para defendernos a todos y que no obstante tuvo y tiene que soportar toda clase de desplantes y humillaciones gratuitas e interesadas, por parte de muchos por los que ponen en riesgo su vida y que carecen de toda clase de vergüenza, honor o dignidad personal. 

Gente que, sin pestañear, soportó estoicamente todos éstos desplantes, postergaciones y humillaciones y se limitó a dar lo mejor de si, en la confianza de que no se está en una fuerza armada para recibir palmaditas en la espalda y reconocimiento público, como ocurre en todas las fuerzas públicas del mundo excepto en las nuestras, sino que se está en las fuerzas armadas para dar la vida por los demás.

Este es su sacrificio y ésta su justa retribución. 

Es por ello por lo que quise escribir ésta carta. Por todos aquellos miembros de cualquier fuerza o ente público de servicio (Policías Nacionales, Provinciales, Federales, Bomberos, Gendarmería, Prefectura, Armada Argentina, Fuerza Aérea, Ejército Argentino etc.) que suman millones de personas en todo el país y nos muestran, a los que queremos verlo, que no somos el país que a veces creemos ser. 

No somos un país de ventajistas, aprovechadores, evasores, corruptos seriales, estafadores ni traidores pues aunque los haya, como los hay en cualquier grupo humano, no son representativos de lo que somos, por más que sean los únicos que veamos en los medios. Somos un país compuesto por un capital humano increíble, que solo ha decidido mirar su pasado y su presente con gafas ideológicas que alteran la realidad para que parezca todo igual y que ha decidido saltarse sistemáticamente el cumplimiento de todas sus normas, leyes y reglamentos, más por desidia e irresponsabilidad que por vocación auto-saboteadora.

No somos tampoco un país inviable ni mucho menos estamos abocados a ir dando bandazos por la historia de forma irrefrenable y perpetua.

Simplemente construimos un país donde las reglas sos testimoniales e incumplirlas carece de consecuencias. Un país en el que, gracias a esas gafas ideológicas, ante cualquier circunstancias consideramos siempre, por defecto y sin ninguna fisura, sospechosos a quieres representan a los poderes públicos de estado y víctimas a quienes deciden enfrentarlos sin importar la causa y sin importar el  contexto.

Un país que perdió la fe y en esa deriva colectiva, eligió reconocerse en minorías ruidosas pero visibles, en vez de en la inmensa mayoría invisible y silente que representa la verdadera Argentina.

El sacrificio de los 44 marinos del submarino ARA San Juan, debe servirnos a todos como ejemplo y como punto de inflexión. Deber servirnos para visualizar que no somos lo que a veces creemos ser. Que mientras discutimos, café por medio el sexo de los ángeles y cuestiones de política internacional sin ninguna clase de pudor ni sonrojo, hay millones de argentinos ahí afuera trabajando para cuidarnos y para mostrar siempre nuestra mejor cara, a nosotros y al mundo. 

Para mostrarnos que no solamente podemos ser mejores sino que debemos ser mejores. Que ser un ciudadano de éste país también comporta obligaciones para con los demás y que los derechos constitucionales que las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado salvaguardan con su riesgo y sacrificio personal no son gratuitos.

También creo que deben servirnos para entender, de una vez por todas, que no nos alcanza como país solamente con hacer las cosas con “garra y entusiasmo”; también nos hace falta la mejor preparación y los mejores recursos si queremos sacar lo mejor de nosotros. Que no podemos seguir mintiéndonos de forma infantil y que debemos asumir la obviedad de que no somos el centro del universo y que necesitamos al mundo mucho más de lo que el mundo nos necesita a nosotros.

La “garra” y el “orgullo”, nuestros sellos de identidad nacionales, comportan un activo de incalculable valor pero debemos entender que solos no alcanzan, de la misma forma que mi vocación de servicio sola, tampoco era suficiente. La realidad se termina siempre por imponer y logra taparnos de forma implacable. Necesitamos más, necesitamos ser mejores, todos y cada uno en nuestros trabajos y profesiones. Necesitamos ser mejores ciudadanos. Ser mejores argentinos.

Ojalá no olvidemos que cuando dudemos de nosotros, de nuestras capacidades y de nuestro potencial como país y como sociedad, podemos volver la mirada a ese policía que de noche en pleno invierno custodia nuestra esquina, a ese soldado que custodia nuestros puertos y fronteras o a ese bombero que se pierde tras las llamas de un incendio y percibir en su vocación, nuestra verdadera dignidad nacional.

Al ARA San Juan, a su tripulación, a sus familias y a toda la gran familia naval Argentina mi gratitud eterna, en la confianza de que su sacrificio nos hará mejores argentinos.


F.S.O.