septiembre 12, 2006

Sobre nuevos países, naciones y constituciones

(Fragmento de la Constitución Argentina de 1853)
En Francia van por la quinta República e insinúan la sexta, por lo que me queda claro que son concientes de lo transitorio y descartables que son y que el concepto de “Republica” es tan relativo como la vestimenta, una para cada ocasión; para la mañana, para el cóctel, para la noche, de traje o sport elegante y hasta informal, lo que evita que se aferren desesperadamente a construcciones inservibles. Saben que tienen genio y luces suficientes, para romper y hacer de nuevo.
Los americanos introdujeron las enmiendas que a través de un mecanismo sencillo les permite hacer retoques o introducir las novedades que los tiempos exigen sin arriesgarse que los irresponsables manoseen aquello que es intangible.
Inglaterra no tiene Constitución sin que ello le impida existir, se maneja con una antigua Cartita Magna, que ni se ve ni se toca y no pasa de ser un reclamo impositivo. Su permanecía demuestra que el sistema hasta ahora les ha servido.
España, más emparentada con nosotros está a medio camino, sin terminar de ponerse de acuerdo han pasado más de un año polemizando si las regiones autonómicas son o no son naciones, en la realidad no me parece que tengan muy en claro si España es una federación de regiones, de reinos y señoríos más o menos autonómicos o soberanos, vasallos o no de otros o un reino pero no mucho para no irritar a los republicanos.
Casi al uso nostro, en que los representantes del pueblo de una nación jurídicamente inexistente adoptamos sin dejar nada en el tintero, un sistema de gobierno representativo republicano y federal, sin que siglo y medio después se tenga muy en claro que es representativo, republicano o federal, si los representados somos los ciudadanos o los partidos políticos.
Como si no fueran suficientes tantas imprecisiones, en medio del fárrago detallista, se levantan voces diariamente reclamando el reconocimiento de los indígenas y sus derechos, hasta dónde yo se, tienen documento de identidad y la condición de ciudadanos argentinos, con los mismos derechos y garantías de todos incluidos. Salvo que los modernos iluminados progresistas quieran restaurar prerrogativas de sangre, fueros personales y hasta tribunales especiales.
Indudablemente no sólo faltan cárceles, sino con mayor urgencia hospicios para internar tanto peligroso demente.
Pareciera que la calidad constitucional es inversamente proporcional a la cantidad de disposiciones que tiene.
Es un dato a tener muy en cuenta en estas épocas en que de un lado quieren inventar un “Nuevo País” y del otro se aferran a viejos decorados inservibles y apolillados. Nos invade una fiebre legislativa y reglamentarista. La solución a los problemas no viene con improvisaciones legales para tapar agujeros cuando no se hace nada para cumplir las que existen.
Si surge un problema, el planteo es siempre el mismo: las leyes no sirven o hace falta una nueva ley, nunca se hace la prueba al menos, de cumplir a rajatabla las que hay, sin las distorsiones de las reglamentaciones o las concesiones que otras leyes hacen. La irresponsabilidad e impericia legislativa está en la raíz del problema, se legisla para los titulares y hasta para las excepciones.
Según entiendo a partir de nuestra realidad, la cuestión no es tan sencilla; no somos norteamericanos, ingleses ni franceses y hay que arreglarse con lo que hay. Casi unánimemente admiramos el orden y la previsibilidad del llamado primer mundo, porque no los tenemos, nos sorprende que tengan gobiernos que ni se ven ni se sienten, y me consta la crisis de abstinencia que nos aqueja en un principio cuando estamos en el viejo mundo, porque “no pasa nada”.
¿Cuál es su denominador común? El que les permite la continuidad, a mi modo de ver, el respeto a las tradiciones y valores comunes, donde radican los principios inamovibles.
Tan claro tienen lo que es y no se toca, que no precisan escribirlo.
Quizás en este punto radique el profundo temor a no poder digerir y metabolizar el aluvión inmigratorio que se les viene encima.
Son Naciones, porque han cristalizado valores, creencias y tradiciones comunes. Los gobiernos gobiernan y se ocupan mal o bien de lo que es su razón de ser, los servicios comunes a todos llámense: orden público, defensa, transporte o administración del patrimonio de todos, a diferencia nuestra que la única preocupación es construir un poder que no se tiene por la propia ilegitimidad de origen y que jamás tendrán, al carecer de la legitimación de ejercicio. En América ha brotado la fiebre de cambiar constituciones y refundar naciones partiendo de negar o prostituir la historia de todo lo que es común; sean el “Imperio Bolivariano”, “La Bolivia Indigenista originaria” o este “Nuevo País” que recita la tiranía patagónica sin ponerle nombre, ni color y que por añadidura nadie pidió ni autorizó.
Es el abismo entre naciones reales y naciones legales
La historia reciente del mundo ha demostrado que son inviables las construcciones artificiales de países o naciones a partir de pactos de terceros o los certificados de nacimiento por leyes o decretos.
Y en esto esta la diferencia que hace que buenas herramientas en manos de ignorantes improvisados den tan malos resultados, no culpemos a las herramientas sino a quien las utilizan y les sirvió para inventar instituciones y sistemas únicamente para perpetuar la banda de los irresponsables.
¿A que Constitución se apela diariamente como si fuera el “elixir maravilloso” que resolverá todos los problemas? A la de 1853 que no duró ni 100 años y jamás se cumplió, salvo en lo accesorio y formal, y a veces, la que sancionó un país federal y se gobernó con el centralismo unitario, al margen de toda consideración acerca de que sistema es mejor o más adecuado a nuestra historia e idiosincrasia.
Nadie puede pensar que se defienda el engendro del 49 o las sucesivas reformas, que no fueron más que adaptaciones a las necesidades políticas de turno o concesiones a la demagogia populista y a la mafia política para perpetuar un sistema corrupto.
Si las Instituciones no hubiesen abierto la puerta jamás podría un país verse colonizado por la plaga de sabandijas que hoy “legalmente” gobiernan, ni la oposición sería un páramo estéril, en el que medran gerenciadores, empresarios exitosos, artistas y personajes mediáticos.
Hoy por hoy el único título habilitante parece ser la capacidad de convocatoria y la estadística por encargo o el prosaico televoto.
De la misma forma que no se buscan ni se dan margaritas en los chiqueros, es imposible que broten estadistas y hombres con vocación de servicio, que los hay por miles, pero bien lejos del pestilente pantano.
No vale el argumento que el pueblo es el que elije.
En Argentina nunca se eligió, simplemente se optó por el menos malo entre una oferta preparada por el gobierno o por el sistema político.
Nuestro sistema constitucional, político y electoral a institucionalizado la continuidad, cuando no alcanzó, se recurrió y se recurre al fraude. De allí que cuando las papas quemaron la solución fueron los pronunciamientos militares, siempre convocados y avalados por los civiles, “calienta orejas”.
Repárese en el hecho que hasta 1966 los gobiernos “de facto” se limitaron a cumplir estrictamente el período del gobierno derrocado, por lo que más que revoluciones fueron sustituciones y si intentaron perpetuarse a través de proscripciones, fraude o candidatos oficiales, no hicieron otra cosa que copiar a los gobiernos civiles de sus mentores y asesores de turno.
Personalmente no dudo que no se cambia de caballo en medio del río, y mientras no aclare habrá que arreglarse con lo que hay cuidándose de los ciegos que guían.
Tanto suena el término que despierta sospechas ¿es que habrá cambiado el significado? Y lo que se entendía como un marco legal que organizaba jurídicamente la Nación o el Estado está en vías de transformarse en un “chaleco de fuerza” para encorsetar el país al brutal absolutismo legal de una minoría de iluminados
De tanto en tanto es bueno poner por escrito la realidad para no perdernos.

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