LA HISTORIA QUE
NO LEYO(cont)
Comencé con una articulo publicado por Arturo Perez Reverte
en su web oficial como Una Historia de España y hoy pinta para libro, o
quizás proyecto, las partes parecen capítulos; unos renglones mas Don Arturo y
está hecho, prosa gracejo y respeto por el idioma es lo que le sobra.
Personalmente me metí en el baile sin invitación y ahora hay
que bailar.
ANTERIORES:
Una historia de España (V)
Y fue
el caso, o sea, que mientras el imperio se iba a tomar por saco entre bárbaros
por un lado y decadencia romana por otro, y el mundo civilizado se partía en
pedazos, en la Hispania
ocupada por los visigodos se discutía sobre el trascendental asunto de la Santísima Trinidad.
Y es que de entonces (siglo V más o menos), datan ya nuestros primeros
pifostios religiosos, que tanto iban a dar de sí en esta tierra antaño fértil
en conejos y siempre fértil en fanáticos y en gilipollas. Porque los visigodos,
llamados por los romanos para controlar esto, eran arrianos. O sea, cristianos
convertidos por el obispo hereje Arrio, que negaba que el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo tuvieran los mismos galones en la bocamanga; mientras que los
nativos de origen romano, católicos obedientes a Roma, sostenían lo de un Dios
uno, trino y no hay más que hablar porque lo quemo a usted si me discute. Así
prosiguió ese tira y afloja de las dos Hispanias, nosotros y ellos, quien no
está conmigo está contra mí, tan español como la tortilla de patatas o el
paredón al amanecer, con los obispos de unos y otros comiéndole la oreja a los
reyes godos, que se llamaban Ataúlfo, Teodoredo y tal. Hasta que en tiempos de
Leovigildo, arriano como los anteriores, consiguieron que su hijo Hermenegildo
se hiciera católico y liaron nuestra primera guerra civil; porque el niñato,
con el fanatismo del converso y la desvergüenza del ambicioso, se sublevó
contra su papi. Que en líneas generales estaba resultando ser un rey bastante
decente y casi había logrado, con mucho esfuerzo y salivilla, unificar de nuevo
esta casa de putas, a excepción de las abruptas tierras vascas; donde, bueno es
reconocerlo históricamente, la peña local seguía belicosamente enrocada en sus
montañas, bosques, levantamiento de piedras e irreductible analfabetismo
prerromano. El caso es que al nene Hermenegildo acabó capturándolo su
padre Leovigildo y le dio matarile por la que había liado; pero como el
progenitor era listo y conocía el paño, se quedó con la copla. Esto de una
élite dominante arriana y una masa popular católica no va a funcionar, pensó.
Con estos súbditos que tengo. Así que cuando estaba recibiendo los óleos llamó
a su otro hijo Recaredo -la monarquía goda era electiva, pero se las arreglaron
para que el hijo sucediera al padre- y le dijo: mira, chaval, éste es un país
con un alto porcentaje de hijos de puta por metro cuadrado, y su naturaleza se
llama guerra civil. Así que hazte católico, pon a los obispos de tu parte y
unifica, que algo queda. Si no, esto se va al carajo. Recaredo, chico listo,
abjuró del arrianismo, organizó el tercer concilio de Toledo, dejó que los
obispos proclamaran santo y mártir al capullo de su hermano difunto,
desaparecieron los libros arrianos -primera quema de libros de nuestra muy
inflamable historia- y la iglesia católica inició su largo y provechoso, para
ella, maridaje con el Estado español, o lo que esto fuera entonces; luna de
miel que, con altibajos propios de los tiempos revueltos que trajeron los
siglos, se prolongaría hasta hace poco en la práctica (confesores del rey,
pactos, concordatos) y hasta hoy mismo (véase la simpática cara de monseñor
Rouco) en las consecuencias. De todas formas, justo es reconocer que cuando los
clérigos no andaban metidos en política desarrollaban cosas muy decentes.
Llenaron el paisaje de monasterios que fueron focos culturales y de ayuda
social, y de sus filas salieron fulanos de alta categoría, como el historiador
Paulo Orosio o el obispo Isidoro de Sevilla -San Isidoro para los amigos-, que
fue la máxima autoridad intelectual de su tiempo, y en su influyente
enciclopedia Etimologías, que todavía hoy ofrece una lectura
deliciosa, resumió con admirable erudición todo cuanto su gran talento pudo
rescatar de las ruinas del imperio devastado; de la noche que las invasiones
bárbaras habían extendido sobre Occidente, y que en Hispania fue especialmente
oscura. Con la única luz refugiada en los monasterios, y la influyente iglesia
católica moviendo hilos desde concilios, púlpitos y confesionarios, los reyes
posteriores a Recaredo, no precisamente intelectuales, se enzarzaron en una
sangrienta lucha por el poder que habría necesitado, para contarla, al
Shakespeare que, como tantas otras cosas, en España nunca tuvimos. De los
treinta y cinco reyes godos, la mitad palmaron asesinados. Y en eso
seguían cuando hacia el año 710, al otro lado del Estrecho de Gibraltar, resonó
un grito que iba a cambiarlo todo: No hay otro Dios que Alá, y Mahoma
es su profeta.
Una historia de España (VI)
En el
año 711, como dicen esos guasones versos que con tanta precisión clavan nuestra
historia: «Llegaron los sarracenos / y nos molieron a palos; / que Dios ayuda a
los malos / cuando son más que los buenos». Suponiendo que a los
hispano-visigodos se los pudiera llamar buenos. Porque a ver. De una parte,
dando alaridos en plan guerra santa a los infieles, llegaron por el norte de
África las tribus árabes adictas al Islam, con su entusiasmo calentito, y los
bereberes convertidos y empujados por ellos. Para hacerse idea, sitúen en medio
un estrecho de solo quince kilómetros de anchura, y pongan al otro lado una
España, Hispania o como quieran llamarla -los musulmanes la llamaban Ispaniya,
o Spania-, al estilo de la de ahora, pero en plan visigodo, o sea, cuatro
millones de cabrones insolidarios y cainitas, cada uno de su padre y de su
madre, enfrentados por rivalidades diversas, regidos por reyes que se
asesinaban unos a otros y por obispos entrometidos y atentos a su negocio, con
unos impuestos horrorosos y un expolio fiscal que habría hecho feliz a Mariano
Rajoy y a sus más infames sicarios. Unos fulanos, en suma, desunidos y bordes,
con la mala leche de los viejos hispanorromanos reducidos a clases sociales
inferiores, por un lado, y la arrogante barbarie visigoda todavía fresca en su
prepotencia de ordeno y mando. Añadan el hambre del pueblo, la hipertrofia
funcionarial, las ambiciones personales de los condes locales, y también el
hecho de que a algún rey de los últimos le gustaban las señoras más de lo
prudente -tampoco en eso hay ahora nada nuevo bajo el sol-, y los padres, y
tíos, y hermanos y tal de algunas prójimas le tenían al lujurioso monarca unas
ganas horrorosas. O eso dicen. De manera que una familia llamada Witiza, y sus
compadres, se compincharon con los musulmanes del otro lado, norte de África,
que a esas alturas y por el sitio (Mauretania) se llamaban mauras, o moros:
nombre absolutamente respetable que han mantenido hasta hoy, y con el que se
les conocería en todas las crónicas de historias escritas sobre el particular
-y fueron unas cuantas- durante los siguientes trece siglos. Y entre los
partidarios de Witiza y un conde visigodo que gobernaba Ceuta le hicieron una
cama de cuatro por cuatro al rey de turno, que era un tal Roderico, Rodrigo
para los amigos. Y en una circunstancia tan española -para que luego digan que
no existimos- que hasta humedece los ojos de emoción reconocernos en eso tantos
siglos atrás, prefirieron entregar España al enemigo, y que se fuera todo a
tomar por saco, antes que dejar aparte sus odios y rencores personales. Así
que, aprovechando -otra coincidencia conmovedora- que el tal Rodrigo estaba
ocupado en el norte guerreando contra los vascos, abrieron la puerta de atrás y
un jefe musulmán llamado Tariq cruzó el Estrecho (la montaña Yebel-Tariq,
Gibraltar, le debe el nombre) y desembarcó con sus guerreros, frotándose las
manos porque, gobierno y habitantes aparte, la vieja Ispaniya tenía muy buena
prensa entre los turistas muslimes: fértil, rica, clima variado, buena comida,
señoras guapas y demás. Y encima, con unas carreteras, las antiguas calzadas romanas,
que eran estupendas, recorrían el país y facilitaban las cosas para una
invasión, nunca mejor dicho, como Dios manda. De manera que cuando el rey
Rodrigo llegó a toda candela con su ejército en plan a ver qué diablos está
pasando aquí, oigan, le dieron las suyas y las del pulpo. Ocurrió en un sitio
del sur llamado La Janda,
y allí se fueron al carajo la
España cristianovisigoda, la herencia hispanorromana, la
religión católica y la madre que las parió. Porque los cretinos de Witiza, el
conde de Ceuta y los otros compinches creían que luego los moros iban a
volverse a África; pero Tariq y otro fulano que vino con más guerreros, llamado
Muza, dijeron «Nos gusta esto, chavales. Así que nos quedamos, si no tenéis
inconveniente». Y la verdad es que inconvenientes hubo pocos. Los españoles de
entonces, a impulsos de su natural carácter, adoptaron la actitud que siempre
adoptarían en el futuro: no hacer nada por cambiar una situación; pero, cuando
alguien la cambia por ellos y la nueva se pone de moda, apuntarse en masa. Lo
mismo da que sea el Islam, Napoleón, la plaza de Oriente, la democracia, no
fumar en los bares, no llamar moros a los moros, o lo que toque. Y siempre, con
la estúpida, acrítica, hipócrita, fanática y acomplejada fe del converso. Así
que, como era de prever, después de La
Janda las conversiones al Islam fueron masivas, y en pocos
meses España se despertó más musulmana que nadie. Como se veía venir.
(Continuará).
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