LA HISTORIA QUE NO LEYO
Como la actualidad sigue
desagradable y nada termino de pasar, todo esta pasando a escondidas y no lo
podemos remediar, nos vamos a tomar un respiro con otra historia bien retorcida
pero que ya fue; para bien o para mal ya está hecho, es solo para conocer y no
para preocuparse.
Comencé con una articulo
publicado por Arturo Perez Reverte en su web oficial como Una Historia de
España y hoy pinta para libro, o quizás proyecto, las partes parecen capítulos;
unos renglones mas Don Arturo y está hecho; prosa, gracejo y respeto por el
idioma es lo que le sobra.
Como investigador de la historia nos revela
con singular gracia como se la escribe y nos permite ver con mirada actual lo
ocurrido un milenio atrás, cuando no estaba contaminada por genealogías de la
sangre o ideológicas.
Personalmente me metí en el
baile sin invitación y ahora hay que bailar.
No se nos va a caer ningun anillo ni quedaremos desnudos por acaptar la verdad que es lo que reclamamos diariamente.
A nuestros mayores les llevó ocho siglos ocupar o reconquistar, vulgar cuestión semántica, que se hizo se hizo y no bien terminada incorporaron un continente al mundo civilizado.
Podemos ser comprensivos sin renunciar al orgullo de nuestra sangre.
No se nos va a caer ningun anillo ni quedaremos desnudos por acaptar la verdad que es lo que reclamamos diariamente.
A nuestros mayores les llevó ocho siglos ocupar o reconquistar, vulgar cuestión semántica, que se hizo se hizo y no bien terminada incorporaron un continente al mundo civilizado.
Podemos ser comprensivos sin renunciar al orgullo de nuestra sangre.
Es para leer por partes o
guardar y hacer fondo blanco de una cuando este todo servido.
ANTERIORES:
Una historia de España (VII)
Estábamos en que los musulmanes, o sea, los moros, se habían hecho en sólo
un par de años con casi toda la
España visigoda; y que la peña local, acudiendo como suele en
socorro del vencedor, se convirtió al Islam en masa, a excepción de una
estrecha franja montañosa de la cornisa cantábrica. El resto se adaptó al
estilo de vida moruno con facilidad, prueba inequívoca de que los hispanos
estaban de la administración visigoda y de la iglesia católica hasta el extremo
del cimbel. La lengua árabe sustituyó a la latina, las iglesias se convirtieron
en mezquitas, en vez de rezar mirando a Roma se miró a La Meca, que tenía más novedad,
y la Hispania
de romanos y visigodos empezó a llamarse Al Andalus ya en monedas acuñadas en
el año 716. Calculen cómo fue de rápido el asunto, considerando que, sólo un
siglo después de la conquista, un tal Álvaro de Córdoba se quejaba de que los
jóvenes mozárabes -cristianos que aún mantenían su fe en zona musulmana- ya no
escribían en latín, y en los botellones de entonces, o lo que fuera, decían
«Qué fuerte, tía» en lengua morube. El caso fue que, con pasmosa rapidez, los
cristianos fueron cada vez menos y los moros más. Cómo se pondría la cosa que,
en Roma, el papa de turno emitió decretos censurando a los hispanos o españoles
cristianos que entregaban a sus hijas en matrimonio a musulmanes. Pero claro:
ponerte estrecho es fácil cuando eres papa, estás en Roma y nombras a tus hijos
cardenales y cosas así; pero cuando vives en Córdoba o Toledo y tienes
dirigiendo el tráfico y cobrando impuestos a un pavo con turbante y alfanje,
las cosas se ven de otra manera. Sobre todo porque ese cuento chino de una Al
Andalus tolerante y feliz, llena de poetas y gente culta, donde se bebía vino,
había tolerancia religiosa y las señoras eran más libres que en otras partes,
no se lo traga ni el idiota que lo inventó. Porque había de todo. Gente normal,
claro. Y también intolerantes hijos de la gran puta. Las mujeres iban con velo
y estaban casi tan fastidiadas como ahora; y los fanáticos eran, como siguen
siendo, igual de fanáticos, lleven crucifijo o media luna. Lo que, naturalmente,
tampoco faltó en aquella España musulmana fue la división y el permanente
nosotros y ellos. Al poco tiempo, sin duda contagiados por el clima local, los
conquistadores de origen árabe y los de origen bereber ya se daban por saco a
cuenta de las tierras a repartir, las riquezas, los esclavos y demás
parafernalia. Asomaba de nuevo las orejas la guerra civil que en cuanto pisas
España se te mete en la sangre -para entonces ya llevábamos unas cuantas-,
cuando ocurrió algo especial: como en los cuentos de hadas, llegó de Oriente un
príncipe fugitivo joven, listo y guapo. Se llamaba Abderramán, y a su familia
le había dado matarile el califa de Damasco. Al llegar aquí, con mucho arte, el
chaval se proclamó una especie de rey -emir, era el término técnico- e independizó
Al Andalus del lejano califato de Damasco y luego del de Bagdad, que hasta
entonces habían manejado los hilos y recaudado tributos desde lejos. El joven
emir nos salió inteligente y culto -de vez en cuando, aunque menos, también nos
pasa- y dejó la España
musulmana como nueva, poderosa, próspera y tal. Organizó la primera maquinaria
fiscal eficiente de la época y alentó los llamados viajes del
conocimiento, con los que ulemas, alfaquíes, literatos, científicos y
otros sabios viajaban a Damasco, El Cairo y demás ciudades de Oriente para
traerse lo más culto de su tiempo. Después, los descendientes de Abderramán,
Omeyas de apellido, fueron pasando de emires a califas, hasta que uno de sus
consejeros, llamado Almanzor, que era listo y valiente que te rilas, se hizo
con el poder y estuvo veinticinco años fastidiando a los reinos cristianos del
norte -cómo crecieron éstos desde la franja cantábrica lo contaremos otro día-
en campañas militares o incursiones de verano llamadas aceifas, con saqueos,
esclavos y tal, una juerga absoluta, hasta que en la batalla de Calatañazor le
salió el cochino mal capado, lo derrotaron y palmó. Con él se perdió un tipo
estupendo. Idea de su talante lo da un detalle: fue Almanzor quien acabó de
construir la mezquita de Córdoba; que no parece española por el hecho insólito
de que, durante doscientos años, los sucesivos gobernantes la construyeron
respetando lo hecho por los anteriores; fieles, siempre, al bellísimo estilo
original. Cuando lo normal, tratándose de moros o cristianos, y sobre todo de
españoles, habría sido que cada uno destruyera lo hecho por el gobierno
anterior y le encargara algo nuevo al arquitecto Calatrava.
(Continuará)
(Continuará)
Una historia de España (VIII)
XLSemanal - 26/8/2013 http://www.perezreverte.com/articulo/patentes-corso/773/una-historia-de-espana-viii/
Al principio de la España
musulmana, los reinos cristianos del norte sólo fueron una nota a pie de página
de la historia de Al Andalus. Las cosas notables ocurrían en tierra de moros,
mientras que la cristiandad bastante tenía con sobrevivir, más mal que bien, en
las escarpadas montañas asturianas. Todo ese camelo del espíritu de
reconquista, el fuego sagrado de la nación hispana, la herencia visigodo-romana
y demás parafernalia vino luego, cuando los reinos norteños crecieron, y sus
reyes y pelotillas cortesanos tuvieron que justificar e inventarse una
tradición y hasta una ideología. Pero la realidad era más prosaica. Los
cristianos que no tragaban con los muslimes, más bien pocos, se echaron al
monte y aguantaron como pudieron, a la española, analfabetos y valientes en
plan Curro Jiménez de la época, puteando desde los riscos inaccesibles a los
moros del llano. Don Pelayo, por ejemplo, fue seguramente uno de esos
bandoleros irreductibles, que en un sitio llamado Covadonga pasó a cuchillo a
algún destacamento moro despistado que se metió donde no debía, le colocó
hábilmente el mérito a la
Virgen y eso lo hizo famoso. Así fue creciendo su vitola y su
territorio, imitado por otros jefes dispuestos a no confraternizar con la morisma.
El mismo Pelayo, que era asturiano, un tal Íñigo Arista, que era navarro, y
otros animales por el estilo -los suplementos culturales de los diarios no
debían de mirarlos mucho, pero manejaban la espada, la maza y el hacha con una
eficacia letal- crearon así el embrión de lo que luego fueron reinos serios con
más peso y protocolo, y familias que se convirtieron en monarquías
hereditarias. Prueba de que al principio la cosa reconquistadora y las palabras
nación y patria no estaban claras todavía, es que durante siglos fueron
frecuentes las alianzas y toqueteos entre cristianos y musulmanes, con
matrimonios mixtos y enjuagues de conveniencia, hasta el extremo de que muchos
reyes y emires de uno y otro bando tuvieron madres musulmanas o cristianas; no
esclavas, sino concertadas en matrimonio a cambio de alianzas y ventajas
territoriales. Y al final, como entre la raza gitana, muchos de ellos acabaron
llamándose primo, con lo que mucha degollina de esa época quedó casi en
familia. Esos primeros tiempos de los reinos cristianos del norte, más que una
guerra de recuperación de territorio propiamente dicha fueron de incursiones
mutuas en tierra enemiga, cabalgadas y aceifas de verano en busca de botín,
ganado y esclavos -una algara de los moros llegó a saquear Pamplona,
reventando, supongo, los Sanfermines ese año-. Todo esto fue creando una zona
intermedia peligrosa, despoblada, que se extendía hasta el valle del Duero, en
la que se produjo un fenómeno curioso, muy parecido a las películas de pioneros
norteamericanos en el Oeste: familias de colonos cristianos pobres que,
echándole huevos al asunto, se instalaban allí para poblar aquello por su
cuenta, defendiéndose de los moros y a veces hasta de los mismos cristianos, y
que acababan uniéndose entre sí para protegerse mejor, con sus granjas
fortificadas, monasterios y tal; y que, a su heroica, brutal y desesperada
manera, empezaron la reconquista sin imaginar que estaban reconquistando nada.
En esa frontera dura y peligrosa surgieron también bandas de guerreros cristianos
y musulmanes que, entre salteadores y mercenarios, se ponían a sueldo del mejor
postor, sin distinción de religión; con lo que se llegó al caso de mesnadas
moras que se lo curraban para reyes cristianos y mesnadas cristianas al
servicio de moros. Fue una época larga, apasionante, sangrienta y cruel, de la
que si fuéramos gringos tendríamos maravillosas películas épicas hechas por
John Ford; pero que, siendo españoles como somos, acabó podrida de tópicos
baratos y posteriores glorias católico-imperiales. Aunque eso no le quite su
interés ni su mérito. También por ese tiempo el emperador Carlomagno, que era
francés, quiso quedarse con un trozo suculento de la península; pero
guerrilleros navarros -imagínenselos- le dieron las suyas y las de un bombero
en Roncesvalles a la retaguardia del ejército gabacho, picándola como una
hamburguesa, y Carlomagno tuvo que conformarse con el vasallaje de la actual
Cataluña, conocida como Marca Hispánica. También, por aquel entonces, desde La Rioja empezó a extenderse
una lengua magnífica que hoy hablan 450 millones de personas en todo el mundo.
Y que ese lugar, cuna del castellano, no esté hoy en Castilla, es sólo uno de
los muchos absurdos disparates que la peculiar historia de España iba a
depararnos en el futuro.
(Continuará)
(Continuará)
No hay comentarios:
Publicar un comentario