Hace casi un mes me despedí escribiendo “volviendo...”
Fue un viaje más prolongado de lo pensado y también impensadamente más útil, como todo viaje y todo periodo de reflexión. Una cosa es lo que nos muestran y cuentan y muy otra la realidad, la imaginación y el entendimiento quieras que no, terminan contaminados por imágenes e informaciones.
Dos son las realidades que me impactaron. Una material, la ciudad en si y otra sus habitantes.
Entré a mi ciudad por la puerta grande: Aeroparque, costanera, Palermo, Libertador, Coronel Díaz y me precipite en ella sabiéndola caída, buscando en la muñeca y el cuello el latido que me dijese; “hay vida, hay esperanza”. Ni pulso ni color o calor. Todo frío, gris y triste. Para ver el río hay que mirar casi hasta el horizonte, donde había césped y riego diario, ahora hay manchones amarillentos en medio de la tierra pelada, hoy territorio de jaurías de perros finos, hasta la copa de los árboles hay que buscar, es todo de un verde chato y sucio que desaparece en el gris nada del entorno. Sus monumentos no se ven, hay que encontrarlos sabiendo donde estaban, no impactan ni se imponen como antaño.
No cargo las tintas sobre una autoridad ausente, edificios y casas particulares sin mantenimiento, óxido y moho por doquier, lo más cercano a un antiguo bazar persa. Mercaderías y comercios florecientes todos con nombres gringos, flanqueados por viviendas miserables que supieron ser de lujo. Buenos Aires ha perdido la dignidad y el orgullo de saberse y mostrarse como una gran capital. Quizás tres autos en la puerta y ni una pincelada de pintura en los frentes o una mínima franela en la quincallería, el opaco es el nuevo color de la que fue capital del Plata. De nada sirve la imaginación o las ilusiones la realidad desbasta. Y todo esto no se explica por razones económicas, la dignidad, el orgullo y el buen gusto no pasan por el bolsillo sino por la autoestima y el respeto a si mismo y a quienes la hicieron, como siempre creímos y lo fue, una ínsula de la gran Europa en América.
Su población, que es el otro ítem, parece como los sedimentos estratificada. Antes eran “porteños” hoy a estos sólo se los adivina de día. De noche y en zonas de moda aparece una fauna de plástico más para el circo o la vidriera que para tener un documento y no acaba aquí la cosa, a toda hora y en todas partes bandas erráticas de chicos y grandes hijos de la nada, “excluidos sociales” les llaman erróneamente, porque jamás estuvieron dentro de nada ni quieren estar, vándalos cuyo única regla es transgredirlo todo por el sólo placer de hacerlo. Aquellos al menos lo hacían por el botín.
En todos hay algo en común, han perdido el buen gusto y la elegancia de los argentinos. Elegancia que no pasa por lo económico o ropa de marca, es prolijidad y apostura, forma de caminar, moverse, pararse o sentarse. Se pueden transitar cuadras enteras sin cruzarse con una “hembra de bandera” al decir de Pérez Reverte, una joven o una señora bien vestida. Todos de entre casa “informales” que le dicen.
Las mujeres en general cada vez menos femeninas, en su físico y gracia, los hombres han perdido la apostura viril enérgica y desafiante del porteño de raza, todos “muñequitos de torta”. Pareciera que es cierto que no hay diferencias de sexo sino de género como malamente le han copiado a los españoles, “mucho marica encubierto y marimacho” y esto se nota hasta en los críos que apenas caminan. Es cierto que no se ven tampoco los payasos pintarrajeados de no hace mucho o al menos son la excepción. Hay sorpresas: la increíble cantidad de gente joven y chicos, con los jóvenes diurnos la sorpresa es doble al verlos reunidos conversando en esquinas, puertas de bares y de las casas, la floreciente economía oficial no da para sentarse a consumir en un bar. De un comportamiento casi diría ejemplar en medio de esta degradación. Me sorprendió la tranquilidad de los porteños, quizás resignación, cada uno en lo suyo, nadie enloquece por no poder pasar o esperar aunque hay locos como en todas partes.
Esto si realmente me preocupa, viendo y escuchando noticias uno piensa: no se puede vivir con tanta presión, están todos locos y no es cierto, los locos son pandillas con patente oficial de corso, la población en general ha entrado en la mansedumbre de la resignación, la calma chicha que precede a las grandes tormentas, la ira de los mansos ha sido históricamente el desideratum de la violencia.
Hay otra ciudad, que no es Argentina. Publicidad y nombres en un inglés barato y “sui generis” la de la tilinguería de lo “fashion” y lo culturoso, galerías y muestras de “arte” de ignotos iconoclastas de esa tribu de vándalos transgresores que son un atentado a la vista, al oído a la calidad y el buen gusto, a ésta pertenece un fenómeno que se acentúa; las librerías. No debe existir una ciudad que tenga tantas, esto parece muy bueno, pero como todo en nuestro país hasta lo que parece bueno no es más que el germen de lo peor por venir, hay que entrar y averiguar que se compra, que lee la gente que es una forma de entrever que va a pensar la sociedad que viene y acá aparece la sorpresa, puro panfletos ideológicos disfrazados de historia, filosofía barata o utilitaria, todo hojarasca con formato de libro que por otra parte no se leen, son para mostrar, para llevar en la mano, para tener en la casa a la vista. Este fenómeno no es local es global, en España hay mesas de cientos de autores que escriben sobre Los Templarios, colgados del ariete antirreligioso del Código Da Vinci. Se vende mucha historia, me dicen, en realidad comerciantes mediáticos o improvisados como los llamó el Dr. Mariano Grondona en La Nación a los que falsifican la historia para vender y justificar sus aberrantes posiciones ideológicas, a esta moda se la ha motorizado comercialmente con “secciones para niños” una forma que los padres aplaquen su conciencia por la imbecilización de sus hijos frente al televisor.
Esta ciudad no me interesa, está vacía y es puro decorado, carece de envergadura para resistir la menor brisa. Que se venda literatura barata tampoco, total no los leen ni tienen comprensión de los textos.
Fui, vi y volví con el rabo entre las patas. Mi Buenos Aires querida ya no te quiero ver, prefiero el recuerdo de lo que fue a la realidad de lo que es. A los muertos hay que enterrarlos y llevarlos en el recuerdo y en el corazón.
Me quedo en ésta, mi nueva tierra colorada, sin pretensiones; con verdes que son verde, con ojos claros y renegridos que son naturales, con rubias y morochas auténticas, con curvas que son de carne, con una integración que se vive y no necesita declamarse, con vida que late y palpita en cualquier rincón y con la cultura poca o mucha de la casa, que es la verdadera, no de muestra.
Fue un viaje más prolongado de lo pensado y también impensadamente más útil, como todo viaje y todo periodo de reflexión. Una cosa es lo que nos muestran y cuentan y muy otra la realidad, la imaginación y el entendimiento quieras que no, terminan contaminados por imágenes e informaciones.
Dos son las realidades que me impactaron. Una material, la ciudad en si y otra sus habitantes.
Entré a mi ciudad por la puerta grande: Aeroparque, costanera, Palermo, Libertador, Coronel Díaz y me precipite en ella sabiéndola caída, buscando en la muñeca y el cuello el latido que me dijese; “hay vida, hay esperanza”. Ni pulso ni color o calor. Todo frío, gris y triste. Para ver el río hay que mirar casi hasta el horizonte, donde había césped y riego diario, ahora hay manchones amarillentos en medio de la tierra pelada, hoy territorio de jaurías de perros finos, hasta la copa de los árboles hay que buscar, es todo de un verde chato y sucio que desaparece en el gris nada del entorno. Sus monumentos no se ven, hay que encontrarlos sabiendo donde estaban, no impactan ni se imponen como antaño.
No cargo las tintas sobre una autoridad ausente, edificios y casas particulares sin mantenimiento, óxido y moho por doquier, lo más cercano a un antiguo bazar persa. Mercaderías y comercios florecientes todos con nombres gringos, flanqueados por viviendas miserables que supieron ser de lujo. Buenos Aires ha perdido la dignidad y el orgullo de saberse y mostrarse como una gran capital. Quizás tres autos en la puerta y ni una pincelada de pintura en los frentes o una mínima franela en la quincallería, el opaco es el nuevo color de la que fue capital del Plata. De nada sirve la imaginación o las ilusiones la realidad desbasta. Y todo esto no se explica por razones económicas, la dignidad, el orgullo y el buen gusto no pasan por el bolsillo sino por la autoestima y el respeto a si mismo y a quienes la hicieron, como siempre creímos y lo fue, una ínsula de la gran Europa en América.
Su población, que es el otro ítem, parece como los sedimentos estratificada. Antes eran “porteños” hoy a estos sólo se los adivina de día. De noche y en zonas de moda aparece una fauna de plástico más para el circo o la vidriera que para tener un documento y no acaba aquí la cosa, a toda hora y en todas partes bandas erráticas de chicos y grandes hijos de la nada, “excluidos sociales” les llaman erróneamente, porque jamás estuvieron dentro de nada ni quieren estar, vándalos cuyo única regla es transgredirlo todo por el sólo placer de hacerlo. Aquellos al menos lo hacían por el botín.
En todos hay algo en común, han perdido el buen gusto y la elegancia de los argentinos. Elegancia que no pasa por lo económico o ropa de marca, es prolijidad y apostura, forma de caminar, moverse, pararse o sentarse. Se pueden transitar cuadras enteras sin cruzarse con una “hembra de bandera” al decir de Pérez Reverte, una joven o una señora bien vestida. Todos de entre casa “informales” que le dicen.
Las mujeres en general cada vez menos femeninas, en su físico y gracia, los hombres han perdido la apostura viril enérgica y desafiante del porteño de raza, todos “muñequitos de torta”. Pareciera que es cierto que no hay diferencias de sexo sino de género como malamente le han copiado a los españoles, “mucho marica encubierto y marimacho” y esto se nota hasta en los críos que apenas caminan. Es cierto que no se ven tampoco los payasos pintarrajeados de no hace mucho o al menos son la excepción. Hay sorpresas: la increíble cantidad de gente joven y chicos, con los jóvenes diurnos la sorpresa es doble al verlos reunidos conversando en esquinas, puertas de bares y de las casas, la floreciente economía oficial no da para sentarse a consumir en un bar. De un comportamiento casi diría ejemplar en medio de esta degradación. Me sorprendió la tranquilidad de los porteños, quizás resignación, cada uno en lo suyo, nadie enloquece por no poder pasar o esperar aunque hay locos como en todas partes.
Esto si realmente me preocupa, viendo y escuchando noticias uno piensa: no se puede vivir con tanta presión, están todos locos y no es cierto, los locos son pandillas con patente oficial de corso, la población en general ha entrado en la mansedumbre de la resignación, la calma chicha que precede a las grandes tormentas, la ira de los mansos ha sido históricamente el desideratum de la violencia.
Hay otra ciudad, que no es Argentina. Publicidad y nombres en un inglés barato y “sui generis” la de la tilinguería de lo “fashion” y lo culturoso, galerías y muestras de “arte” de ignotos iconoclastas de esa tribu de vándalos transgresores que son un atentado a la vista, al oído a la calidad y el buen gusto, a ésta pertenece un fenómeno que se acentúa; las librerías. No debe existir una ciudad que tenga tantas, esto parece muy bueno, pero como todo en nuestro país hasta lo que parece bueno no es más que el germen de lo peor por venir, hay que entrar y averiguar que se compra, que lee la gente que es una forma de entrever que va a pensar la sociedad que viene y acá aparece la sorpresa, puro panfletos ideológicos disfrazados de historia, filosofía barata o utilitaria, todo hojarasca con formato de libro que por otra parte no se leen, son para mostrar, para llevar en la mano, para tener en la casa a la vista. Este fenómeno no es local es global, en España hay mesas de cientos de autores que escriben sobre Los Templarios, colgados del ariete antirreligioso del Código Da Vinci. Se vende mucha historia, me dicen, en realidad comerciantes mediáticos o improvisados como los llamó el Dr. Mariano Grondona en La Nación a los que falsifican la historia para vender y justificar sus aberrantes posiciones ideológicas, a esta moda se la ha motorizado comercialmente con “secciones para niños” una forma que los padres aplaquen su conciencia por la imbecilización de sus hijos frente al televisor.
Esta ciudad no me interesa, está vacía y es puro decorado, carece de envergadura para resistir la menor brisa. Que se venda literatura barata tampoco, total no los leen ni tienen comprensión de los textos.
Fui, vi y volví con el rabo entre las patas. Mi Buenos Aires querida ya no te quiero ver, prefiero el recuerdo de lo que fue a la realidad de lo que es. A los muertos hay que enterrarlos y llevarlos en el recuerdo y en el corazón.
Me quedo en ésta, mi nueva tierra colorada, sin pretensiones; con verdes que son verde, con ojos claros y renegridos que son naturales, con rubias y morochas auténticas, con curvas que son de carne, con una integración que se vive y no necesita declamarse, con vida que late y palpita en cualquier rincón y con la cultura poca o mucha de la casa, que es la verdadera, no de muestra.
No se enojen porteños, a las cosas hay que llamarlas por su nombre y a los que se tuvieron que ir, revivan en su corazón y en su memoria los recuerdos, porque acá, aquella realidad ya no existe.
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