Leopoldo Emilio Silva Ortiz
In Memoriam
Leopoldo Silva Ortiz, mi padre, nació el sábado 7 de agosto de 1937. Ese día Boca ganó 2 a 1 el clásico contra River pero el fútbol no iba a entrar nunca entre sus intereses. Cuando se vio obligado a elegir un equipo prefirió San Lorenzo de Almagro, conmovido por la historia del martirio del santo. Asado vivo por los romanos sobre una parrilla, Lorenzo pidió antes de morir que lo dieran vuelta para cocinarse del otro lado. A papá ninguna desgracia le hizo perder el sentido del humor.
Fue el mayor de siete hermanos, en una familia unida, de pocas palabras. Sus primeros años los vivió en un mundo de adultos en el que las rutinas de las instituciones de la patria eran parte del hogar. Recibió la primera instrucción escolar en su casa y el día que empezó las clases en el Colegio Champagnat (en lo que hoy sería segundo grado) fue también el día en que empezó a tratar con otros pares.
Tuvo una adolescencia viva de la que recordaba especialmente con cariño sus aventuras en Adrogué, con sus primos Bieule.
Rindió libre quinto año y empezó la facultad un año antes. Cuando yo mismo tuve esa idea le pedí consejo y me dijo que había sido un error. Que la vida no era una carrera y que cada cosa tenía su tiempo y ese tiempo había que dárselo, por encima de nuestros apuros.
Empezó a estudiar derecho y medicina, pero rápidamente dejó el derecho porque suponía que el ejercicio profesional lo iba a enfrentar a dilemas morales insalvables. Se trataba de especulaciones adolescentes, pero papá vivió toda su vida pendiente de imperativos morales, que trató de seguir, en sus términos, fiel a sí mismo.
Fue médico y asimiló el hecho del dolor y la muerte con una naturalidad tal que ahora pienso que no fue producto de la profesión, sino que le era consustancial.
Se casó dos veces y tuvo en total seis hijos, que fuimos el objeto central de su vida. Nunca estableció una meta que debiéramos alcanzar, nunca nos mostró el camino que debíamos seguir. Nunca nos juzgó y tampoco creo que haya felicitado a ninguno de nosotros por nada. Recuerdo un día de mi adolescencia en que, por cuestiones que ahora parecen menores, me debí enfrentar a él después de un gran desastre, de esos que llenan de vergüenza. Me miró a los ojos, en silencio, no me preguntó nada y yo supe, enseguida, que entendía todo, hasta lo que yo no era capaz de explicar. Nunca volvió a mencionar el tema. Con papá, las palabras eran casi siempre superfluas.
En febrero de 1980 nos mudamos a Posadas, Misiones, en circunstancias de gran estrechez económica. Papá, sin disimular nada, lo convirtió en una aventura. Hacía demostraciones de todas las formas posibles de reciclar la comida. Hasta que las sobras de las sobras llegaban al formato de croqueta. Ese, decía papá, es el estadio final. No hay arte culinario que pueda reelaborar con dignidad a partir de croquetas.
También tenía una versión particular de los Huevos Benedict, en la que reemplazaba la base de tostadas o muffins por palmeritas grandes. A su criterio, era la entrada perfecta para recibir gente en tiempos de escasez, no sólo porque eran baratos de hacer sino porque dejaban a los invitados casi sin posibilidad de seguir comiendo.
No recuerdo haberlo visto interesado en comprar nada. Nunca cambió un auto por otro. Los usaba hasta que no le servían más y entonces los abandonaba. Los primeros, elegía donde dejarlos y los últimos quedaron en el lugar en que habían dejado de funcionar.
En rigor, papá no le asignaba la menor importancia a la plata. No la dilapidaba tampoco. La plata no terminaba de entrar en su mundo. Puesto a hablar del tema decía que la plata era principalmente un vehículo para perder la libertad y el sueño, cuando no cosas peores y, en general, la consideraba una incomodidad. Hacía, sin estridencias, pero con desarrollo teórico, un culto del desapego de las cosas materiales. Un señor, decía, no es el que tiene mucho sino el que es, sin nada.
Siempre se sintió más cómodo en compañía de mujeres. Las entendía y lo entendían y se llevaba mejor con las emociones expuestas, aún excesivas, que con la lógica de argumentos fríos y mandatos. Tenía una comprensión infinita de las debilidades humanas y una desconfianza incurable por los ejemplos de virtud.
Desde su lugar, un poco afuera del mundo, siempre daba la impresión de ver más. Conocía sus propios defectos, que juzgaba con severidad, pero siempre ignoró sus virtudes. Era muy consiente de todos los daños que pueden causar las cosas que se rompen y, cuando debía tomar decisiones fuertes a veces ensayaba equilibrios imposibles y las cosas se le terminaban rompiendo entre las manos. En ocasiones fue arbitrario en sus afectos y cuando quería a alguien, quería sin reservas.
Papá tenía una curiosidad inagotable y hasta el último día se maravillaba con sus descubrimientos. Leía con voracidad, con frecuencia los mismos libros, en busca de algún detalle, algún sentido que en las lecturas previas se le hubiera escapado. Era un hombre de muchos libros, pero no era un intelectual: sus ideas del mundo y de las cosas eran resultado directo de sus observaciones y de su experiencia personal.
En el año 2000 sufrió un accidente cerebro vascular que lo dejó hemipléjico. Empezó a hacer rehabilitación. Fui a verlo una vez al gimnasio y lo espié desde atrás de una puerta. Estaba sentado en un aparato, tratando de mover su pierna paralizada. Hacía una fuerza tan grande que le temblaba el cuerpo. Le saltaban lágrimas del esfuerzo. Y no pasaba nada. La pierna no se movía. Se tomaba un descanso para recuperarse y lo volvía a intentar. Otra vez los temblores, las lágrimas, y nada. Y vuelta a empezar. Cuatro horas por día, seis días por semana. Durante meses.
Supe por terceros que una sola vez se quebró, muy brevemente lloró, solo, en silencio. Y en seguida volvió a empezar. Con todo, después de muchos meses logró que el dedo gordo del pie hiciera un movimiento casi imperceptible, como un espasmo; pero gracias a ese movimiento ganó, por un tiempo, la posibilidad de estar algunos minutos de pie e incluso andar con bastón unos pocos pasos.
Yo no entendía este esfuerzo brutal sin esperanza. No entendía que a él, que jamás había tenido el menor registro de la mirada de los demás, le afectara usar una silla de ruedas. Hoy sí entiendo lo que significaba. Lo que significa ponerse de pie.
Pasado este primer logro, su condición fue empeorando. Nunca se quejó de su suerte. En rigor, nunca lo escuché lamentarse o protestar por nada. Aceptó su destino y los desafíos que le imponía con la misma naturalidad con que aceptaba todo. Mientras tuvo alguna capacidad física siguió tratando de ejercitar sus miembros paralizados. Se reía bastante de sí mismo y de sus errores al planificar los pequeños movimientos que el cuerpo normalmente hace en forma inconsciente.
Tuvo una devoción absoluta por su familia y casi ninguna vida social. Esa devoción que incluía a sus padres y antepasados, se hacía especialmente carne en nosotros, sus hijos. No era un padre normativo ni se veía especialmente a sí mismo como un proveedor. Miraba mi mundo infantil de afuera, y sin embargo nadie lo comprendió tan enteramente. De algún modo, todos sus hijos fuimos desde siempre adultos, y responsables de nuestro destino. La paternidad de papá estaba hecha, más que nada, de connotaciones religiosas. Desde el fondo de su memoria atávica había dado forma y resignificado para nosotros un antiguo culto tribal, en parte heredado. En 1977 nos escribió unos versos:
Son flechas que lancé al tiempo
Llevan mi sangre, llevan mis armas
Llevan mi historia, ¿A dónde irán?
…
Hay muchos siglos detrás del arco,
No soy yo solo que los lanzó.
…
A papá lo desvelaba la patria. Le dolía, como nos duele a muchos, pero la patria era para él parte central de su ser y de su misión. No condescendía a la evocación melancólica del país que ya no existe y él había conocido. Vio, antes que muchos, los problemas de nuestra democracia que, a su juicio, era hija de un mundo perimido en el que los electores votaban personas cuyas cualidades personales más o menos conocían. Era nacionalista en el sentido en que el servicio a la patria inspira las virtudes más elevadas, pero rechazaba el corporativismo y nunca fue fascista. Trabajó en un proyecto de reforma constitucional y mantuvo correspondencia con varios presidentes. Había estado en la fundación del Partido Demócrata Cristiano, del que pronto se alejó. Una vez me dijo: “el problema, cuando uno levanta una bandera, aparece al mirar al costado y comprobar que los que se sumaron son gente con la que uno no tiene nada que ver”.
En el año 2005, a instancias de mi hermano Federico y con su ayuda inicial empezó este blog. Tenía 68 años y aprendió diseño web, edición fotográfica, una manera nueva de escribir. Para hacerlo debía levantarse de la cama e ir hasta su escritorio. Esa operación le llevaba varios minutos. No soportaba mucho tiempo sentado. En esas condiciones, y tipeando con dos dedos de su única mano útil, bajo el calor de Misiones, con las persianas cerradas y sin aire acondicionado ni ventilador (consecuencias de su daño neurológico), mantuvo durante 14 años una actualización diaria, muchos artículos “en la parrilla”, un archivo fotográfico, fue columnista de opinión de una radio internacional.
“¿Por qué escribo? —empezó este blog— “por el primitivo reflejo de conservación de la vida, ya no soporto vivir entre tanta vulgaridad, ordinariez y mentira”. Decía que lo que queda de nuestra civilización es apenas una cáscara vacía en proceso de ser barrida por el viento de la historia. Este, pensaba, es el tiempo de los santos y de los héroes, anónimos, actuando cada uno en su metro cuadrado. Nunca pretendió fijar ninguna doctrina y en la misma presentación inicial del blog se ocupó de decir: “Tuve seis hijos, todos inocentes de mis opiniones”. Siempre fue un francotirador solitario.
Papá creía profundamente en Dios, con un Fe madura. No solamente creía que Dios existe, sino especialmente, que Dios actúa. Tenía una devoción especial por la Virgen y rezaba mucho. Prefería los rosarios de tiento y siempre tenía uno a mano. Con frecuencia los regalaba y cuando le duraban, acababan gastados. Deshechos. Mi papá gastaba los rosarios.
En los últimos años se ocupó, sobre todo, del cuidado de su alma y de su preparación para el tránsito final. Tardó mucho en aceptar que también él podía ser objeto de la misericordia de Dios.
Tenía miedo de que la muerte le llegara en medio de un barullo de tratamientos e internaciones. Dios le concedió eso y perdió el conocimiento en su cama el 13 de julio de este año. Murió, con todos los sacramentos, dos días después.
No llegó a cumplir los 83 años pero estuvo vivo cada uno de sus días.
Papá fue, desde muy joven, uno de los llamados. Ojalá haya sido uno de los elegidos. Trabajó mucho para eso.
Diego Silva Ortiz